
A lo largo de los últimos años, puede que décadas, el vocabulario en torno a los comunes se ha generalizado entre activistas, académicos, políticos y medios de comunicación pasando a ser uno de los conceptos más utilizados a la hora de establecer propuestas alternativas de la vida en común. Este frenesí semántico, sintomático de una situación de mutación importante en nuestras sociedades, requiere un poco de claridad. Así pues, antes de empezar, dos anotaciones:
Primera. Cuando Karl Marx utilizó la noción de «capital», no se estaba refiriendo a una «cosa» (la maquinaria o los medios de trabajo) sino que el capital venía a definir una relación social encuadrada en el ámbito de la producción en un momento histórico concreto. En este sentido, tenemos que entender los comunes del mismo modo. No estamos hablando de un tipo de bien económico (público, privado, común o de club) o de un recurso concreto (el espacio público, el agua o el espacio radioeléctrico), sino de una relación social que ha tenido lugar a lo largo de la historia. Comunidades organizadas en torno a recursos compartidos según formas democráticas de gobernanza. Instituciones de acción colectiva que más allá de valores como la mercantilización, el valor de cambio o la explotación de la fuerza de trabajo típicos del capital han sido definidas por unos principios políticos como son el valor de uso, la idea de propiedad comunal o la implementación práctica de principios de democracia directa.
Segunda. La emergente reflexión sobre los comunes no supone una voluntad de regreso nostálgico a formaciones sociales del pasado ni trata de esencializar el hecho comunitario. Si la vieja noción de «lo común» ha experimentado un resurgido interés hoy en día es porque se plantea como respuesta política a las dinámicas neoliberalizadoras y a las propias contradicciones del proceso mercantilizador que han sufrido nuestras sociedades. Y porque permite alimentar un proceso dialéctico de confrontación entre proyectos políticos con la intención de superar la ya totalmente falsa dicotomía Estado vs Mercado. En este sentido, no se trata de entender el paradigma de los comunes como una tercera vía opuesta al Estado y al Mercado, sino que su potencial recae precisamente en su capacidad de abrir nuevos imaginarios para superar estas falsas dicotomías de la modernidad.
Cómo muy bien explica César Rendueles [1] existen muchos tipos diferentes de instituciones estatales (no es lo mismo una prisión que una escuela con altos niveles de participación por parte de la comunidad) y en alguna de sus mejores versiones podríamos llegar a entender el Estado Social como una de las maneras en la que las sociedades contemporáneas gestionan ciertos recursos comunes relacionados con temas como la salud, la educación o el transporte.
A partir de esta premisa, en este texto abordaremos los «comunes urbanos» en el marco de un contexto político-histórico determinado, que no es otro que el nuevo ciclo político inaugurado por el movimiento 15M y una de sus posteriores expresiones político-institucionales: las coaliciones plurales que integran el nuevo municipalismo. Y esta es una de las motivaciones para añadir el adjetivo de «urbanos». Si bien como apuntan Brenner y Theodore «las ciudades se han convertido en escenarios estratégicamente cruciales donde se han articulado diversas iniciativas neoliberales, junto con estrategias estrechamente entrelazadas de desplazamiento de la crisis y gestión de crisis» (2002: 349) nos encontramos en un contexto donde poder ensayar nuevas formas de regulación social desde la proximidad, nuevas institucionalidades y el translocalismo.
Es en este cruce histórico donde nos situamos: no queremos profundizar en aquello que acaba aumentando la precariedad y la desigualdad ni tampoco las viejas formas de provisión de bienestar patriarcales y jerárquicas. Entendemos que si el análisis de los comunes es relevante hoy en día es porque pueden ser una herramienta eficaz frente a la descomposición de las instituciones del Estado del Bienestar y una forma de organización política desde la base a través de la cual la forma del Estado neoliberal puede ser confrontada y trascendida.
Hacia un post-neoliberalismo municipalista
Desde esta perspectiva, los nuevos escenarios municipales son una oportunidad para la construcción de institución desde abajo a partir de la intersección entre lo común y lo público. Una oportunidad para innovar en el ámbito de los comunes urbanos, ya sea ampliando el espectro de formas de autogobierno en la gestión de los recursos públicos, fomentando espacios comunitarios para la organización social (patios de las escuelas, espacios compartidos en general) o económica (cooperativismo) o generando marcos jurídicos/normativos que reconozcan formas de autogestión que ya existen en nuestras ciudades.
1. Alianzas público-comunitarias
El neoliberalismo no es más mercado y menos Estado, sino que fundamentalmente se refiere a un cambio en el papel de un sector público como habilitador del mercado y a un cambio en la organización interna de las instituciones del Estado en la forma en que proporcionan unos servicios «públicos», cada vez más indistinguibles de la forma y la sustancia de sus contrapartes privadas. Así, cuestiones como la responsabilidad universal en el acceso, la equidad, las condiciones de trabajo y la democracia se ven sustituidos por principios más propios de la empresa: lógica de la competencia, recuperación de costes, individualización de servicios y cargos, fuerte división entre profesionales y usuarios, falta de rendición de cuentas, etc. Así, la idea es transitar de un Estado o de unos gobiernos locales de tendencias neoliberales a un estado aliado de las iniciativas comunitarias, del cooperativismo o de la economía social y solidaria en sentido amplio.
Aun así, no se tiene que olvidar que el estado neoliberal también ha promovido este tipo de experiencias en el ámbito social-asistencial dentro de un proceso de progresiva externalización y desresponsabilización respecto a los derechos económicos, sociales y culturales. Allá donde se difumina el Estado protector, la responsabilidad recae en el tercer sector, en las entidades de beneficencia o, en el mejor de los casos, en los procesos de autoorganización colectiva de autotutela de derechos. No nos estamos refiriendo a esto. Se trata de una alianza para avanzar hacia la progresiva desmercantilización de las relaciones sociales, no sólo en el ámbito asistencial, sino en todas las esferas de regulación económica, social, cultural y medioambiental.
Una de las consecuencias de este proceso neoliberalizador ha sido la creciente importancia de los procesos de externalización de servicios públicos (en obras, servicios o suministros). Frente a un supuesto derroche de recursos públicos en su provisión directa, la empresa privada-mercantil tenía que asegurar la eficiencia. El mecanismo de precios tenía que permitir la asignación de recursos más eficaz a través de la libre concurrencia. Sin embargo, la creación de nuevos monopolios, casos de corrupción, de empeoramiento de las condiciones laborales a base de subcontrataciones o de la degradación de la calidad del mismo servicio han nublado este modelo.
La reivindicación de cláusulas sociales a la contratación pública ha sido una tradicional reivindicación por parte de las entidades de la economía social. A parecer nuestro, esta es una herramienta legal y administrativa clave para avanzar hacia partenariados público-comunitarios y hacer frente a los criterios estrictamente mercantilistas. En este sentido, hay que destacar los esfuerzos de los ayuntamientos de Madrid (Instrucción 1/2016) y Barcelona (Guía para la contratación pública social) para estirar al máximo la legislación vigente en todo el ciclo de la contratación y fomentar, por ejemplo, las empresas de economía social con solvencia técnica y económica o rechazar ofertas excesivamente bajas en precio.
Una vuelta de rosca más hacia este horizonte es el que plantea el que se ha denominado el «Modelo Cleveland» [2]. En esta ciudad de Ohio, paradigma de los procesos de desindustrialización de los años sesenta y setenta, se innovó con una alternativa de desarrollo económico endógeno orientada a reforzar el tejido cooperativo a medio/largo plazo utilizando las instituciones públicas como socios privilegiados. Por un lado, se pusieron ciertas instituciones ancla –universidades, hospitales, grandes equipamientos culturales – en el corazón del cambio económico local a partir de capturar parte de su gasto (suministros y sus presupuestos de contratación) y hacerlo circular dentro del propio territorio, generando cadenas de suministro local. Por otro lado, se ha fomentado y se han dado ayudas a la creación de un entramado de cooperativas que son las principales encargadas de proveer de bienes y servicios a las instituciones locales.
2. (Re)Municipalizaciones
La creación de nuevos servicios urbanos básicos o bien la recuperación de los servicios privatizados o externalizados es una forma de situar ciertos bienes y servicios fundamentales fuera de la lógica mercantil. No obstante, si la idea es simplemente recuperar la titularidad y gestión pública, no estaríamos avanzando hacia la idea de comunalización de los servicios. Se trata de democratizar los servicios básicos experimentando con nuevas prácticas comunitarias y de gestión participativa por parte de los ciudadanos y los trabajadores. Los procesos de (re) municipalización de servicios públicos como la gestión del agua, la electricidad, servicios funerarios, la limpieza, los servicios sociales, las escuelas infantiles y guarderías, muchos de ellos impulsados por movilizaciones y plataformas de ciudadanos y trabajadores, ven en la remunicipalización un potencial transformador en temas de justicia social y ambiental.
Después de décadas de privatizaciones y externalizaciones, los nuevos gobiernos municipales han introducido en su agenda de gobierno remunicipalizar algunos servicios públicos, como es la recuperación de la gestión directa de tres guarderías concesionadas a empresas privadas o los Puntos de Información de Atención para las Mujeres (PIAD) y el Servicio de Atención, Recuperación y Acogida (SARA) en el caso de Barcelona. También se continúa con el proyecto del gobierno municipal anterior de convertir TERSA (empresa pública de ámbito metropolitano especializada en gestionar y valorizar residuos) en el nuevo operador energético municipal. Referentes en este ultimo punto son sin duda las experiencias de las ciudades alemanas, entre ellas Berlín y Hamburgo (Becker, Naumann y Moss, 2016). En las dos ciudades diferentes coaliciones de organizaciones y activistas han impulsado tanto referéndums por la remunicipalización de las redes de distribución como cooperativas por la generación y comercialización de energía proveniente de fuentes renovables.
En el caso de Berlín, aprovechando que se acababa la concesión de la infraestructura energética a una empresa privada, en 2013 se celebró un referéndum por la remunicipalización de la red. La celebración del referéndum fue posible gracias a la movilización impulsada por la Mesa de Energía de Berlín, un espacio que involucraba más de 40 actores diferentes entre entidades ecologistas, ONGs, grupos de activistas y profesionales del sector de las energías renovables. La propuesta de remunicipalización no implicaba tan sólo el regreso a la titularidad pública sino también la conformación de una comisión de seguimiento con representantes ciudadanos, mecanismos de transparencia y rendición de cuentas, así como el compromiso de incrementar el porcentaje de energías renovables y medidas en contra la pobreza energética. A pesar de que el referéndum no tubo efectos por falta de participación (se quedó en el 24,1% del 25% requerido), la campaña tuvo incidencia en el gobierno municipal que creó una nueva empresa municipal que en la actualidad tiene la concesión de la red de distribución de gas.
Más éxito tuvo el referéndum en Hamburgo (que incluyó no sólo la remunicipalización de la red de distribución eléctrica sino también de gas y de calefacción) aunque el resultado fuera ajustado, con un 50,9% de los votos a favor de la remunicipalización. A pesar de las trabas legales y políticas por la implementación del mandato popular, especialmente por las redes de calefacción y de gas, la remunicipalización de la red eléctrica es ya una realidad. Paralelamente, en las dos ciudades se han desarrollado cooperativas locales de producción y comercialización de energías renovables (de características similares a Som Energía) haciendo mucho más plural la gobernanza energética.
Salvando las distancias, es interesante recordar también la experiencia de Cochabamba, Bolivia, en lo que se denominó como la «Guerra del agua». Un conflicto contra un proceso de privatización que, siguiendo las indicaciones de los planes de ajuste estructural dictaminados por el BM y el FMI, se desplegó de dos maneras. Primera, a través de la venta del Servicio Municipal de Agua Potable y Alcantarillado a un consorcio de empresas privadas. Segunda, poniendo trabas al funcionamiento de los sistemas comunitarios de abastecimiento de agua que se veían obligados a comprar licencias para acceder a «sus» recursos hídricos, recursos que previamente habían conseguido ellos mismos construyendo pozos subterráneos para distribuir agua potable a la mitad de la población urbana (Linsalata, L. 2014).
Uno de los resultados del movimiento de resistencia popular fue, además de la recuperación y remunicipalización del servicio, hacer más visibles a las asambleas o comités ciudadanos que gestionaban buena parte de la distribución de agua a escala local de forma independiente del sistema municipal. Estos comités son importantes para las comunidades porque crean un espacio para discutir los problemas relacionados con el agua, así como otros temas. Una forma de participación política directa que actualmente colabora con el servicio municipal de agua para poder acceder a recursos y conocimientos expertos para desarrollar su servicio de agua autónomo. Emerge así una nueva institucionalidad y forma democrática que busca colaborar con otros niveles de gobierno. ¿Podemos pensar en este proceso como un testeo de las instituciones público-comunes?
3. Gestión comunitaria
Si definíamos los comunes como comunidades organizadas en torno a recursos compartidos a partir de formas democráticas de gobernanza, el primer paso para su conformación es la existencia de personas que se unan con este objetivo. La creación de formas de asociacionismo o de mutualismo para hacer frente a las adversidades o a diferente tipo de necesidades son tan antiguas como las sociedades humanas. En el caso de las ciudades, los pobladores que se han ido asentando han tenido que unir sus esfuerzos para resolver necesidades básicas como la vivienda, la construcción de infraestructuras básicas como el alcantarillado, el alumbrado o el agua, el transporte con los centros de trabajo, el acceso a la educación o a la salud, etc. También para hacer frente a las diferentes formas de explotación urbana como los costes derivados de los altos precios de alquiler en relación a los salarios o el coste de los servicios básicos como el transporte. Resolver necesidades compartidas, que no pueden ser resueltas de forma individual satisfactoriamente, es lo que crea las comunidades urbanas.
Con el desarrollo del Estado social, la responsabilidad de resolver estas necesidades básicas ha sido transferida al mismo Estado. Esto ha tenido a menudo como consecuencia, en primer lugar, una burocratización de los servicios y desresponsabilización de los usuarios y, en segundo lugar, que el trabajo comunitario orientado a la satisfacción directa de las necesidades haya sido sustituido por procesos de movilización y reivindicación hacia el Estado, lo que implica formas diferentes de cooperación. La propia diversidad y complejidad de las sociedades actuales así como las limitaciones del propio Estado (ya sea por falta de voluntad política, recursos o bien por su finalidad intrínseca de mantener y reproducir la orden social existente) hace que constantemente aparezcan nuevas (o reaparezcan de viejas) necesidades insatisfechas que implican autoorganización ciudadana y algún tipo de regulación o intervención estatal.
Por un lado, es constatable que ha habido una carencia de reconocimiento público de la capacidad de gestión de espacios y procesos urbanos por parte de la ciudadanía organizada en los barrios. Por el otro, también es cierto que desde las instituciones públicas han existido diferentes formas de fomentar la autoorganización de la ciudadanía para mejor sus propias capacidades para abordar necesidades colectivas. El fomento del asociacionismo o el apoyo a la acción comunitaria pueden ser dos de ellas. En el caso de la acción comunitaria, esta incluye un conjunto de acciones colectivas con objetivos colectivos que se despliegan con una triple intencionalidad: 1) promover el empoderamiento de la población (mejorar las capacidades de influir y de incidir sobre las cuestiones que los afectan); 2) no generar nuevas exclusiones incorporando la diversidad social, y 3) mejorar las condiciones de vida a través de abordar las necesidades de un determinado territorio o comunidad a través de la cooperación y la proximidad (Morales y Rebollo, 2014). Es en este cruce entre la regulación-control (sea para garantizar la seguridad o principios de acceso, entre otros) y el reconocimiento-respeto a la autonomía de las iniciativas de autoorganización (especialmente cuando están en juego bienes públicos) que se sitúan las nuevas políticas de los gobiernos municipales, a menudo potenciando políticas ya existentes de gobiernos anteriores.
Ciudades como Barcelona o Madrid en el estado Español o experiencias pioneras como las de Nápoles, han asumido la necesidad de dar un reconocimiento explícito (normativo/jurídico) de la institucionalidad que representan prácticas comunitarias de gestión de recursos como por ejemplo los centros sociales de gestión ciudadana. Destaca sobre todo el caso de la ciudad italiana, que desde el año 2015 ha aprobado una serie de medidas administrativas para reconocer jurídicamente espacios de autogobierno y formas de autoorganización cívica en bienes del patrimonio inmobiliario del Ayuntamiento. Así, bienes públicos pueden ser asimilados a la categoría de los bienes comunes de forma eventual en reconocimiento de su valor para el uso cívico y colectivo recuperando una fórmula jurídica italiana en desuso pero todavía vigente: el uso cívico. Raso y corto, podríamos decir que se trata de una política que permite «legalizar» ocupaciones de propiedades del municipio, especialmente aquellas que se han convertido en centros sociales percibidos por la comunidad como «bienes comunes» susceptibles de fruición colectiva. El elemento interesante es que no se trata del típico acuerdo de cesión, sino del reconocimiento de un uso comunitario y de la capacidad de la comunidad de autogobernarse dotándose de unas reglas. Concretamente esto quiere decir que el Ayuntamiento pasa a asumir el corpus normativo decidido democráticamente por la comunidad como reglamentación publico del uso del espacio, y que su tarea pasa a ser «simplemente» apoyar, recursos y poner la infraestructura.
Recapitulando: peligros y potencialidades
Vivimos un momento histórico donde un municipalismo renovado puede desarrollar enfoques, proyectos y alianzas que trasciendan las diferentes formas de neoliberalismo urbano y sus consecuencias sociales y medioambientales. Frente la visión liberal que el Estado tiene que intervenir lo mínimo en la esfera social y la visión neoliberal en que el Estado se tiene que poner al servicio de la acumulación de capital, aquí exploramos vías para fortalecer la colaboración entre gobiernos locales y comunidades autorganizadas para gestionar de una forma sostenible y equitativa los recursos que hacen posible la vida (urbana). Las prácticas comunitarias, los procesos ciudadanos vivos en el territorio, siguen prefigurando las nuevas formas institucionales de lo público. Los comunes pasan así a ser entendidos no como una realidad enfrentada a lo público, sino como nuevas formas de hacer y ser institución pública.
Tanto o más importante que una renovada gestión publico-comunitaria de bienes y servicios para avanzar hacia una mayor justicia social y ambiental, es el proceso como se llega. Procesos de movilización, grupos impulsores, prácticas significativas que funcionan, referéndums por la remunicipalización, el trabajo de senibilización, entre otros, permiten expandir nuevas subjetividades sobre aquello común confrontando los procesos de individualización. Los comunes urbanos nos interpelan tanto sobre la transformación de subjetividades como sobre la significación de determinadas prácticas arraigadas al territorio, la emergencia de procesos instituyentes y sobre transformaciones institucionales.
En este camino alertamos nuevamente de dos peligros. El primero es que el proyecto sea utilizado para justificar la retirada del Estado social hacia los más débiles trasladando responsabilidades a la ciudadanía sin ningún tipo de contrapartida. Bien al contrario: como apuntábamos se trata de buscar nuevas formas de complementariedad que vayan mucho más allá del ámbito social-asistencial y que escalen en el ámbito de servicios culturales, productivos, entre otros. En segundo lugar esta el peligro de la idealización de los espacios autogestionados como formas alternativas a la gestión pública. Somos conscientes que a lo largo de la historia han proliferado formas de manejo comunitario que en realidad coinciden no tanto en una tipología de «bienes comunes», sino más bien de «bienes de club». Es decir, formas de apropiación colectiva selectiva y exclusiva, poniendo en evidencia los problemas de equidad, tanto en relación al acceso al recurso, como a la distribución de beneficios (económicos o simbólicos). Así pues, surge la necesidad de definir una serie de criterios o principios rectores, que justifiquen que estamos ante proyectos que persiguen «el bien común» y no campos privativos y excluyentes de beneficio privativo de ciertas comunidades.
Gobiernos locales comprometidos con sus comunidades, cooperativas de vivienda y de servicios, la gestión pública directa de los servicios municipales, experiencias de participación emancipadores, mecanismos de control ciudadano, iniciativas de autorganización social y comunitarias, etc. no son fenómenos nuevos. Más bien, se trata de actualizarlas en el momento actual, ver cómo se pueden articular y retroalimentar y cómo podemos aprender de las experiencias más avanzadas. Es lo que hemos pretendido hacer en este artículo.
Referencias
[1] Ver video de la sesión «El paradigma de los comunes para repensar la sostenibilidad y la política»
[2] Ver http://www.evgoh.com
Bibliografía
Becker, S., M. Naumann, y T. Moss. «Between coproduction and commons: understanding initiatives to reclaim urban energy provision in Berlin and Hamburg». Urban Research & Practice 10, n.o 1 (2 de enero de 2017): 63-85. doi:10.1080/17535069.2016.1156735.
Brenner, Neil, y Nik Theodore. «Cities and the Geographies of “Actually Existing Neoliberalism”». Antipode 34, n.o 3 (junio de 2002): 349-79. doi:10.1111/1467-8330.00246.
Linsalata, L. (2014). Cuando manda la Asamblea. Lo comunitario-popular en Bolivia: una aproximación desde los sistemas comunitarios de agua de Cochabamba (Doctoral dissertation, Tesis doctoral, Posgrado en Estudios Latinoamericanos, unam, México, Febrero)
Morales, E. i Rebollo, O. (2014) “Potencialidades y límites de la acción comunitaria como estrategia empoderadora en el contexto de crisis actual”, Revista Treball Social, núm. 2013, pp. 9-22