
Una ciudad producida por la ciudadanía
El municipalismo democrático en Barcelona nace de las instituciones sociales, culturales y vecinales. La historia de Barcelona nos dice que las políticas más redistributivas provienen de conquistas de la ciudadanía. La capacidad innovadora y creativa no es patrimonio de las administraciones públicas. Difícilmente habrán cambios hacia unas políticas más emancipadoras si antes no hay una transformación social y cultural en la sociedad. El municipalismo es, pues, una palabra vacía sin las prácticas y el poder transformador del cooperativismo republicano, las luchas sociales, el movimiento feminista y el tejido asociativo y vecinal.
En Barcelona, a diferencia de otras ciudades, ha habido muchos vasos comunicantes entre la calle y las instituciones públicas. A través del conocimiento situado y de las luchas sociales, los movimientos vecinales han prefigurado muchas de las políticas públicas municipales. Sin embargo, esta relación no ha sido orgánica ni se ha traducido en una gobernanza basada en la colaboración público-comunitaria. A veces ha servido para cooptar a los movimientos y condicionar sus demandas y, posteriormente, neutralizar el control social sobre la política local, mientras se cerraban pactos con el sector privado para la externalización de la gestión de servicios municipales.
Uno de los ejemplos claros de esta práctica ha sido la política de equipamientos culturales. La red actual y el modelo de gestión de los centros cívicos son sucedáneos de los Ateneos populares que se reivindicaron en los primeros años de los ayuntamientos democráticos. Entonces la ciudad estaba todavía por hacer. En vistas de la carencia de infraestructuras culturales y con la mirada puesta en el patrimonio municipal desaprovechado, el movimiento vecinal ocupó edificios en desuso y reivindicó la intervención pública para habilitar estos espacios como equipamientos culturales de gestión vecinal.
Elinor Ostrom decía que, pese a la insistencia en implementar políticas donde el monopolio para gestionar recursos ha estado en manos del Estado y el mercado, la autogestión y la gestión comunitaria han continuado existiendo. Se refería a los recursos naturales gestionados por comunidades, pero un proceso de resistencia muy parecida también lo hemos vivido en nuestra ciudad. La potencia comunitaria y autogestionaria ha continuado latente, y tuvo una explosión en el 15M. Entre otros legados, emergió de nuevo la defensa de los bienes comunes y las prácticas de autogobierno. Una vez más, un ciclo de acumulación social de ideas, procesos y modelos de producción y gestión que marcaban la agenda social y prefiguraban políticas públicas. Varias preguntas, entonces, se pusieron sobre la mesa: ¿es posible construir una nueva gobernanza que devuelva el poder a la ciudadanía? ¿Podemos diseñar mecanismos reales de redistribución urbana? ¿Cómo se pueden ampliar las formas de gestión pública con modelos de colaboración público-comunitarios?
El reto público-comunitario
Uno de los retos del municipalismo es construir una nueva forma de institución pública basada en la confianza y compromiso entre institución y ciudadanía para el desarrollo de un marco de colaboración público-comunitaria. Una colaboración que mantenga y respete la autonomía de las comunidades, y al mismo tiempo garantice la función pública de los recursos bajo criterios de acceso, sostenibilidad, retorno social, arraigo territorial y gobernanza democrática de los bienes comunes.
Un caso paradigmático y que describe este horizonte de nueva institucionalidad pública-común es Can Batlló. El convenio de cesión aprobado este mes de marzo a favor del espacio comunitario y vecinal autogestionado de Can Batlló con más de 13.000 metros cuadrados por un periodo de 50 años, es un caso inédito a nuestra ciudad. Por primera vez se aplica la fórmula de la concesión de uso privativo a un proyecto social sin ánimo de lucro al considerar que el retorno aportado por Can Batlló a la ciudad es social y no mercantil, gracias a su proyecto de dinamización comunitaria, social y cultural.
Una vía para valorar el retorno social es contabilizar económicamente el valor de un proyecto comunitario. Por ejemplo, haciendo una comparativa con lo que hubiera costado si la construcción de espacios y la provisión de servicios lo estuviera realizando directamente el Ayuntamiento. Según los cálculos, este retorno social supone 1,4 millones de euros anuales que Can Batlló está aportando en la ciudad de manera autogestionada y que por cada euro que las instituciones públicas aportan, Can Batlló genera cuatro. El mensaje político es inequívoco: la gestión comunitaria en Can Batlló tiene una capacidad inconmensurable, pero si la valoramos económicamente, resulta ser más virtuosa que el Estado o el mercado.
El compromiso contempla que el Ayuntamiento asume los gastos básicos de la infraestructura (suministros y rehabilitación) y Can Batlló todo lo relacionado con el mantenimiento del espacio, sus usos y la sostenibilidad del proyecto. Se ha creado también una comisión paritaria que por primera vez pone al mismo nivel a las dos partes (Can Batlló y Ayuntamiento) que tienen que establecer consensos sobre aquellos temas que los impliquen mutuamente.
Can Batlló ha sido posible gracias a la legitimidad construida en torno al proyecto, pero también por la experiencia acumulada por proyectos de raíz autogestionaria que vienen sosteniendo espacios de gestión comunitaria como el Ateneu Popular Nou Barris, Casa Orlandai, Ateneu L’Harmonia, Germanetes y muchos más.
Pero no hay tantos Ateneus y Can Batllos y no todos los proyectos tienen la misma capacidad de incidencia ni resistencia. Seguramente no era imprescindible para Can Batlló un contrato para seguir gestionando y manteniendo vivo el espacio donde está, pues de hecho, ya era así de facto. El hito conseguido es un momento histórico para Can Batlló, otro más en su trayectoria autogestionaria. Pero también se abre otro hito donde la conquista de Can Batlló es importante no solo por el barrio de La Bordeta, sino para toda la ciudad. Este antecedente y su legitimidad genera marcos de oportunidad para que otros proyectos de índole más pequeña tengan posibilidad también de crecer y desarrollarse. Se distribuye el poder público dentro de Can Batlló, y a la vez se abre la oportunidad de redistribuir poder público a otros nodos comunitarios de la ciudad.
El programa Patrimoni Ciutadà
El proceso de construcción de marcos conceptuales, normativos y administrativos está sirviendo también para consolidar y mejorar la gestión comunitaria de equipamientos de proximidad, legitimar la cesión de patrimonio municipal a comunidades locales, y apoyar los servicios de iniciativa ciudadana para democratizar y hacer más transparente la gestión y cesión de bienes municipales.
Esto se está construyendo con la estrategia de Patrimoni Ciutadà desarrollada por el Ayuntamiento en estos últimos cuatro años. La premisa es clara: lo público puede devenir común con el apoyo de una arquitectura institucional dotada de órganos, nuevos criterios y métricas que hagan valer el arraigo territorial y sectorial, el retorno social y la gobernanza democrática.
Con esta lógica se ha elaborado el Balance Comunitario. Este parte del Balance Social de la XES y ha sido creado por y desde las propias comunidades a partir de la necesidad de explicarse desde una nueva mirada. Esta herramienta es importante porque visualiza y mide el trabajo de los proyectos sociales desde una lógica comunitaria y no mercantil, poniendo de relieve el retorno social y el impacto que estos proyectos tienen en el barrio y las comunidades.
Pero hay un gran reto por delante llamado a definir esta nueva mirada. Un reto relacionado con la forma de gobernanza del Balance. Y es que existe el peligro que el Balance Comunitario se convierta en una métrica más dentro de la burocracia administrativa. Para que esto no suceda es imprescindible que las comunidades se lo hagan suyo y que sea una herramienta política para contrarrestar y rebatir el sometimiento de los proyectos a las lógicas del mercado. Hace falta también innovar en otras formas de gobernanza que permitan compartir responsabilidades y compromisos poniendo al alcance los mecanismos de seguimiento, balance y control de la gestión pública. La evaluación de los bienes comunes, tanto su potencia comunitaria como su función pública, tiene que ser conjunta. Repetiremos errores históricos si despojamos a los movimientos del control de estas herramientas.
A falta de definir cómo queremos que sea esta gobernanza, de momento el Balance está en manos de la Xarxa d’Economia Social (XES) y con un convenio de cesión al Ayuntamiento para que pueda usar la base de datos y de la información obtenida. Y es que si realmente se quiere impulsar una política pública del “Patrimonio Ciudadano”, se debe asumir que sin comunidades no hay bienes comunes. Y que la función de los gobiernos locales es justamente la de acompañar y facilitar el fortalecimiento de los proyectos de base comunitaria
Conjugar autonomía y función pública
La historia nos sirve para aprender de los procesos. Can Batlló o el Balance Comunitario nos enseñan que son resultados de prácticas y saberes acumulados y que provienen de acciones prefiguradas por la práctica de las comunidades. Son ejemplos de una voluntad de hacer y ser que no es casual y que ha sido posibles gracias a la legitimidad e incidencia que hoy todavía los sostiene.
Si se quiere construir una política pública de los bienes comunes, tendrá que venir acompañada de una nueva manera de hacer que necesariamente pasa para saber conjugar espacios de autonomía con la función pública. Una autonomía que da la capacidad a las comunidades para hacer políticas emancipadoras, sumada a la capacidad de la función pública del ayuntamiento. Construyamos un municipalismo que entienda que si esta suma no se da, difícilmente podremos hablar de una colaboración público-comunitaria que sea la vanguardia de políticas transformadoras. Construyamos un municipalismo que entienda que en la retaguardia es donde se ganan las batallas.