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LA HIDRA

Cooperativa

El fantasma de Trump y Le Pen: la nueva derecha antiestablishment y anti-inmigración en las periferias urbanas de Catalunya

abril 10, 2017 por La Hidra Cooperativa

  • Artículo de Jaime Palomera publicado en catalán en CRÍTIC

Un fantasma recorre Europa. Con la coronación de Trump todavía en la retina, nos adentramos en un 2017 que podría llegar a obsequiarnos con la de Le Pen en Francia. Lo más sorprendente es hasta qué punto esta oleada reaccionaria ha arraigado en muchos feudos de tradición obrera: barrios históricamente articulados por valores de solidaridad, donde los votos al populismo de derechas se multiplican. Si alguien cree que la Cataluña metropolitana es inmune a este proceso, más vale que abra los ojos: los sentimientos antiestablishment y anti-inmigración que ha capitalizado la ultraderecha europea también arraigan en nuestras periferias urbanas. De hecho, no hay que ir muy lejos para encontrar experimentos electorales que ya hayan sacado provecho, desde la xenofobia de Albiol y el PP, hasta el nuevo españolismo de Ciutadans.

Dicho de otro modo, la nueva derecha todavía no constituye un fenómeno de masas aquí, pero sí las pasiones que la alimentan. ¿De dónde proviene este resentimiento bipolar, contra los de arriba y los de bajo, contra “los políticos” y “los de fuera”? Es una de las preguntas más urgentes de nuestros tiempos. En busca de respuestas, podemos invocar la crisis y las políticas de austeridad. Pero de poco nos servirá hacerlo si no miramos cuáles son las tendencias de fondo que estas sacudidas han acelerado. Raso y corto: el triunfo del populismo xenófobo que se extiende como una mancha de aceite es el reverso de la crisis de la clase media como horizonte ideológico. Una ideología que consistía en negar precisamente la existencia de clases y, por lo tanto, de cualquier antagonismo social, pero que dependía de la capacidad del mercado y del Estado para materializar las aspiraciones de una amplia mayoría. Esto es lo que está realmente en juego.

¿De clase trabajadora a clase media?

En realidad, la creación de la “clase media” como construcción política (como fenómeno de masas y más allá de la pequeña burguesía) es reciente en la historia del capitalismo. Desde Marx hasta muy entrado el siglo XX, buena parte de los análisis entendían que las sociedades occidentales se caracterizaban por la división entre capital y proletariado, propietarios y clases peligrosas. Pero el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial puso las bases para el nacimiento de un amplio sustrato de “clases medias”. Hicieron falta muchos cambios para llegar: un modelo productivo que generaba tasas de beneficio ascendentes al mismo tiempo que prometía salarios crecientes, la absorción de las relaciones y conflictos entre capital y trabajo por parte del Estado y unas normas de consumo que aseguraban determinados niveles de vida.

En Cataluña y en España, la idea de una sociedad de clases medias llegó relativamente tarde y de manera bastante precaria. Además, tardó muy poco en encontrarse con la revolución neoliberal: un ataque sostenido, ya desde los Pactos de La Moncloa, contra el trabajo organizado y el movimiento obrero en su conjunto. ¿Cómo se compensó el doble impacto de la represión salarial y de un Estado de bienestar débil? ¿Cómo se sostuvo la aspiración “clasemedianista” en este contexto? Primero, a través de la vivienda en propiedad y de las estrategias patrimoniales. Más tarde, de la financiarización: los “efectos riqueza” generados por el acceso al crédito y a activos inmobiliarios vinculados a un suelo que se revalorava sin límite aparente. Cómo han mostrado José Manuel Naredo, Emmanuel Rodríguez e Isidro López, las burbujas patrimoniales eran el mecanismo que permitía a una amplia mayoría social seguir mejorando sus condiciones de vida, mientras que sus ingresos reales disminuían.
Si hay un lugar donde esta solución “mágica” triunfa con pompa, es en la Cataluña metropolitana. De lo contrario ¿cómo se puede explicar que allí donde hoy se registran los índices más altos de desigualdad a menudo sea donde también hay el mayor número de propietarios de vivienda? Erigidas alrededor del modelo inmobiliario-financiero, las periferias urbanas han vivido hasta hace poco un largo ciclo de revolución territorial y social: a pesar de que solemos poner el foco en la nueva inmigración y en la concentración de minorías étnicas en los viejos polígonos de vivienda, es muy mayor la emigración de amplias franjas populares a los municipios más pequeños. Una gran transformación encarnada por la proliferación sin precedentes de nuevas urbanizaciones y por el horizonte moral, ampliamente compartido, del adosado, el coche y el centro comercial.
Al fin y al cabo, el trasfondo de esta reconfiguración territorial no era otra cosa que una lucha ideológica: no ha habido campo de batalla más importante para el proyecto neoliberal que aquel que no hace tanto se vinculaba con la “clase trabajadora”, y desde donde se empujaron las últimas victorias de los de abajo. Pasados 40 años, es difícil hacer alguna lectura que no sea la de una derrota colectiva. El reverso de la promoción individual y familiar a través del consumo fue la progresiva desarticulación de prácticamente todo aquello que había generado solidaridades y producción de subjetividad política. Los síntomas son conocidos: hundimiento de la economía industrial fordista, fragmentación al mundo del trabajo y creciente irrelevancia del movimiento obrero y sindical. Cambios de fondos que dan pistas sobre por qué aquellos que se consideraban obreros empezaron a sentirse “clase media”.

El sueño de la clase media produce monstruos

Ahora bien, la crisis que se desencadena el 2007-08 y las políticas de austeridad que lo han seguido suponen una auténtica sacudida para las bases materiales que fundamentaban este proyecto ideológico. Mientras que los precios inmobiliarios no han dejado de hundirse en los barrios periféricos, generando ahora “efectos pobreza” para una gran mayoría de hogares, la nueva ofensiva neoliberal ha acelerado todavía más su precariedad laboral. Ante golpes tan violentos, ¿cómo lo hacen los barrios para sobrevivir? ¿qué hace que no estallen, que no protagonicen su propio 15-M?
El cierto es que, mientras que las minorías étnicas ocupan las posiciones más precarias, la mayor parte de los grupos dominantes (más establecidos, blancos y generalmente provenientes del resto de Cataluña y de España), siguen contando con apoyos familiares sólidos. En particular, lo que proveen los ‘baby-boomers’, generación nacida entre los años cincuenta y sesenta que a menudo dispone de los frutos de tiempos y luchas pasadas: desde pensiones y ahorros hasta viviendas en propiedad, segundas residencias y pequeñas inversiones. Es imposible despreciar el rol de las estrategias de reciprocidad familiar vinculadas al patrimonio y a la herencia. Constituyen el andamio social que, de momento, permite sostener aspiraciones de clase media y esconder la proletarización latente de muchos: la imposibilidad de proyectarse al futuro, el problema de vivir al día. Estrategias que, también de momento, los permiten distinguirse de los llamados “recién llegados”, vecinos sin red de seguridad y potenciales clientes de los difamados circuitos de la asistencia y de la caridad.
Sin embargo, el ciclo de crisis que se abrió hace casi una década ha exacerbado un sentimiento consustancial a la historia del clasemedianismo: el “miedo de quedarse atrás”, de perder lo que se ha ganado, por poco que sea. De hecho, la creciente inseguridad ha hecho aparecer los polos de antagonismo y de conflicto social que el velo ideológico escondía: hacia abajo, un sentido común ampliamente compartido que culpa la figura del inmigrante (y de los nuevos pobres) de los malestares que atraviesan las periferias urbanas; hacia arriba, un amplio sentimiento antiestablishment que responsabiliza la clase política (y en menor grado las “élites” empresariales). En el imaginario popular, estos dos extremos antisociales corrompen el cuerpo social y depreden las bases materiales sobre las cuales se articulaba el espacio “natural” de la sociedad, el de esta supuesta clase mediana.
He aquí el conflicto de clase —en versión farsa— sobre el cual se construyen los populismos de derechas. Allá donde antes se hablaba de desigualdad y explotación capitalista, ahora reina el lenguaje moral de la discriminación. Muchos de los que se describen como “los vecinos de toda la vida” se llaman también “discriminados” por los “de fuera”, a menudo en base a criterios supuestamente étnicos: el problema de la escuela no es la existencia de un sistema recortado y de hasta tres velocidades, sino la presencia de “moros”, “negros” y “latinos” que lo deterioran. El problema de los Servicios Sociales no recae tanto en su infrafinancamiento y en el hecho que las ayudas sólo llegan a los más pobres, sino en el hecho que “necesitas traer un velo en la cabeza para que te escuchen”. Y el origen de la inseguridad deriva del hecho que el Estado, corrupto e ineficiente, “nos abandona” para beneficiar aquellos que no se lo merecen. De nuevo, la geografía moral: los políticos, tan tranquilos en sus barrios ‘pijos’, mientras los trabajadores honestos se ven obligados a vivir con los “otros”.

¿Rehacer el Estado nación? El reto de la izquierda

De hecho, las acusaciones morales de aquellos que todavía se perciben como clase mediana reflejan una crisis simbólica del Estado tal como va diseñándose desde el franquismo. El origen de esta crisis es conocido: una incapacidad terminal para reactivar el modelo productivo de forma que una amplia mayoría se beneficie (no volveremos a los grandes ‘booms’ inmobiliarios y todavía menos a modelos industriales pasados) y un ataque, con las políticas de austeridad, sobre sus mecanismos de redistribución. Esto le impide generar el grado de unidad y cohesión social que hasta el año 2007 era capaz de producir, y se encuentra en la base de su crisis de legitimidad.
Seguramente no hay nadie tan consciente de esta crisis del Estado como los habitantes de las periferias urbanas: son ellos quienes han absorbido sus escapes y contradicciones, compensándolas con el apoyo familiar. No es entonces difícil imaginar por qué la reconfiguración de la clase media como proyecto revanchista incorpora en su seno un proyecto de redefinición del Estado. De esto se alimenta el populismo de derechas en todas partes: “El Estado (y la nación) han sido corrompidos moralmente por sus extremos indeseables; tomémoslo para rehacerlo de arriba abajo”. Un proyecto que promete recuperar la clase media y un Estado unitario excluyendo los que sobran: cómo siempre, las minorías.
¿Hay antídoto para el populismo de derechas? Hasta ahora, en Cataluña y en España la izquierda ha demostrado que sí, y lo ha hecho con su propia fórmula. Si la nueva derecha invoca la nación y la exclusión étnica, los nuevos partidos de izquierda luchan por catalitzar los sentimientos antiestablishment, exigiendo más democracia y más inclusión. Desde Podemos hasta los Comunes, pasando por todas las confluencias, el relato político ha movilizado la idea de un “pueblo” o “gente común” que quiere reapropiarse unas instituciones (un Estado) en manos de élites corrompidas. Pero el populismo de izquierdas encuentra en sus recetas los mismos límites que el de derechas: ¿tiene sentido invocar la soberanía nacional y sugerir un regreso a sociedades protegidas en el marco del Estado nación? ¿Es viable hacerlo en un contexto europeo caracterizado por una división del trabajo profundamente integrada, donde ningún Estado  puede alterar las relaciones de dependencia continental si no es de forma federada? Por otro lado, ¿hay obstáculos estructurales que hagan imposible pensar en una democratización a escala europea? Parecen debates alejados de las periferias urbanas, pero no podrían ser más relevantes para su destino. La producción de un sujeto político que rompa con el espejismo de la clase media pasa no solamente por seguir produciendo organización de base (como la que representa la PAH), sino para proyectar también un horizonte de transformación creíble para una mayoría social. Antes de que sea demasiado tarde.

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