
Los 10 años de orgía inmobiliaria que vivió España entre 1997 y 2007 dejaron un reguero de paisajes devastados. En 2011, entre grúas y desiertos de hormigón, el INE (Instituto Nacional de Estadística) registraba 3,4 millones de casas vacías. Un tercio de todas las viviendas deshabitadas en Europa. Mientras centenares de miles de familias eran desahuciadas, el Estado rescataba a la banca y le permitía mantener aquel enorme stock en su posesión.
Ha pasado más de una década, pero los ecos de aquel terremoto aún resuenan en la memoria colectiva. Hoy siguen siendo miles y miles quienes padecen el no poder acceder a una vivienda digna o lo hacen a costa de dejarse el sueldo y la salud. Y al mismo tiempo, ha calado un cierto sentido común según el cual no hace falta seguir construyendo para solucionar el problema. “¿Para qué más ladrillo si ya hay suficientes casas para todo el mundo?”, se pregunta mucha gente. Seguramente por eso, las principales propuestas de la ciudadanía organizada pasan por regular el parque de viviendas existente en favor de las personas y no de los intereses especulativos. Por tratar a las viviendas ya finalizadas como hogares y bienes de uso que son, y no como mercancías o productos financieros.
Sin embargo, los datos de los que disponemos revelan que incluso reestructurando de arriba abajo el sistema de vivienda, seguiríamos teniendo un problema en las zonas más urbanizadas. Ese parece ser el caso en la ciudad de Barcelona. Según el último censo realizado por el Ayuntamiento (marzo de 2019), el más riguroso del Estado hasta la fecha, actualmente hay unas 10.000 viviendas vacías en la capital catalana: un 1,22% del total, lejos de las 80.000 que barajaba el INE en 2011. Es cierto que se ha realizado a partir de la visita a una parte: el 12,6% de las viviendas (103.864) de la capital catalana, que la administración ha considerado susceptibles de estar vacías. Y también que el cálculo no incluye el área metropolitana, territorio predilecto de la última burbuja, donde el número actual de viviendas vacías es presumiblemente mayor. Pero estos matices no contradicen el hecho de que la cifra es bastante más pequeña de lo que se imaginaba: demasiado como para poder ampliar el sistema público de forma significativa y responder a las necesidades sociales.
¿Significa esto que el problema se reduce a que no hay suficientes viviendas para todos, como siempre se insiste desde la industria inmobiliaria? De ningún modo. Imaginemos que el gobierno de la Generalitat asumiera las exigencias de los movimientos y tomase medidas valientes para incorporar al parque de vivienda asequible buena parte de las 10.000 unidades vacías, de las 9.600 que operan con licencias turísticas o de las otras muchas que se destinan a usos no residenciales (sin ir más lejos, las 3.000 compradas por extranjeros a través de los visados de oro). Imaginemos que el Gobierno del Estado regulase los precios del alquiler, vinculándolos a los salarios y ahuyentando así a la especulación. Otro gallo cantaría.
Ahora bien, aunque hay que empujar en la dirección de estos cambios, ninguno de ellos va a producirse de forma mágica e inmediata. Mientras tanto, es vital empezar a asumir que también hay que dar la batalla del qué se construye y cómo, para evitar dejarlo en manos de los sospechosos habituales. De hecho, nos guste más o menos, la realidad es que el número de viviendas sigue aumentando, y que la legislación y el pírrico presupuesto público permiten que sean crecientemente monopolizadas por grandes empresas y fondos que las convierten en productos de lujo y de inversión, inaccesibles para la enorme mayoría. Es un fenómeno global.
Frente a esto, uno de los grandes retos pasa por desarrollar vivienda fuera del mercado y comerles terreno a fondos de inversión privada y actores similares. Son necesarias soluciones imaginativas que vayan más allá de las actuales, principalmente enfocadas a la compra de viviendas existentes mediante tanteo y retracto, y al desarrollo de nuevas promociones de vivienda pública. En Barcelona, ya hemos empezado a dar pasos en ese sentido. Basándonos en la Ley catalana del Derecho a la Vivienda (2007), los movimientos sociales hemos impulsado una medida, asumida y apoyada por el ayuntamiento, que obliga a las promotoras a destinar el 30% de la obra nueva o de las rehabilitaciones integrales a vivienda protegida.
Pero más allá de este tipo de obligaciones para los actores privados, falta dar otro tipo de pasos en la reconquista de la ciudad consolidada, mediante soluciones como la que encarnan las Agrupaciones Tácticas de Repoblamiento Inclusivo. ATRI es una alternativa complementaria a la vivienda pública tradicional, que permite ganarle espacios al mercado donde más daño está haciendo: en los barrios afectados por procesos de expulsión y de gentrificación. Se trata no solo de proteger aquellos espacios que ya llevan tiempo en el objetivo de los fondos privados, sino de asegurarlos para las clases populares: desde las cubiertas de edificios que no han agotado su edificabilidad al estar por debajo de la altura máxima permitida en la zona, hasta determinados solares, en las grietas y rincones de la trama urbana. El reto consiste en poner los muchos espacios disponibles de la ciudad al servicio de los barrios, combatiendo tanto la expulsión de los hogares inquilinos como los usos especulativos.
A diferencia de la compra de vivienda mediante tanteo o de la construcción más estandarizada, desarrollar vivienda en los vacíos de las edificaciones va necesariamente más allá de una mera operación arquitectónica. Constituye, al mismo tiempo, una oportunidad para tejer alianzas con las comunidades existentes y construir nuevos consensos sobre qué tipo de ciudad queremos. En la línea de lo que he explicado más arriba, el primer paso es enfrentarse al hecho de que, si se quiere aspirar a solucionar el problema de la vivienda o la crisis ecológica y social, no basta con movilizar la vivienda vacía, con combatir los alojamientos turísticos o con regular el precio del alquiler. Tampoco basta con esperar a que las administraciones construyan promociones de vivienda social en las periferias urbanas, como se ha hecho tradicionalmente. Hace falta un trabajo de concienciación sobre la necesidad de asumir nuevas modalidades de vivienda en zonas densas si se quiere combatir la especulación que asola a la ciudad y que afecta a la mayoría: pérdida de vivienda existente, encarecimiento del alquiler de viviendas y de locales para las pequeñas y medianas empresas, turistificación y transformación del tejido urbano al margen de las necesidades reales de los vecinos, etc.
La incorporación de vivienda asequible en forma de remontas en edificios ya habitados no debería suponer un problema sino, al contrario, un reto y una oportunidad para desarrollar espacios de vecindad donde no existen. En el caso de las propiedades verticales en manos de un solo propietario, la incorporación de ATRIs puede ser un medio para fomentar comunidades o asociaciones de inquilinos, al modo de otros países. En las propiedades divididas horizontalmente entre pequeños propietarios, también supone una ocasión para fomentar solidaridad y sociabilidad ahí donde apenas existen. Si se aborda mediante procesos comunitarios y participativos, se trata de una iniciativa que permitirá no solo combatir la segregación que genera la mercantilización de la vivienda y aumentar la mezcla social, sino también fomentar la cohesión vecinal.
Nuestras ciudades se hallan cada vez más en un punto de no retorno: social, económico y ecológico. La única alternativa al vaciamiento, laminación y elitización de los barrios, así como a la producción de una ciudad difusa e insostenible, pasa por poner en marcha todas las medidas al alcance. Y esto implica un cambio simultaneo en el sentido común que se ha ido extendiendo en los últimos tiempos. De entrada, toca empezar a dejar atrás la idea según la cual no hace falta desarrollar nuevas viviendas en las zonas urbanas consolidadas. Transformar el mercado privado tiene que ir de la mano de iniciativas audaces destinadas a extender el parque de vivienda pública ahí donde menos se le espera, pero más necesario es. Por otro lado, resulta imprescindible superar concepciones ortodoxas sobre formas de hacer vivienda desde la administración. Y finalmente, desde la ciudadanía será fundamental dejar de lado las posiciones más conservacionistas e incluso excluyentes o NIMBY. Se trata de asumir que repoblar los espacios disponibles de nuestro entorno inmediato no es solo urgente y necesario, sino que se trata de un pretexto para recoser nuestros ecosistemas sociales, combatiendo así tanto la segregación como la desigualdad.