
1. La tierra como mercancía
Karl Polanyi aseguraba que convertir la mano de obra, la tierra y el dinero en mercancías era esencial para una economía de mercado. Pero añadía que ninguna sociedad podría soportar los efectos de este sistema de mercantilización si no se dotaba de un tejido social y cultural que la protegiera contra los excesos de este “molino satánico”. Organizar la producción y el territorio bajo la lógica del sistema de precios y la compraventa supondría, en última instancia, poner en peligro a la naturaleza y al ser humano. A esta “Gran Transformación” apelaba con ironía Polanyi en el título de su famoso libro.
Para crear estos mercados (de trabajo, de tierra, de dinero) han sido necesarias intervenciones conscientes y a menudo violentas de organismos estatales y supraestatales. A través de la planificación institucional y de la connivencia público-privada, se ha ido estructurando y dividiendo socialmente la producción y el trabajo sobre el territorio. Partimos de pensar que hay fuerzas materiales que dividen a la sociedad según su posición desigual en el proceso productivo. En aquellos territorios donde hay inversión de capital, los beneficios que se generan no se distribuyen de forma equitativa. Allí donde no hay inversión de capital, el territorio se ordena para facilitar su circulación, produciendo espacios de competencia entre municipios periféricos que permanecen subordinados en el centro en los procesos de desarrollo urbano. Dicho más fácil: la producción y el territorio se ordenan según se intervenga de una u otra manera y de estas acciones depende que se reproduzcan o se disipen las asimetrías de poder entre territorios y entre clases sociales. Cuando se habla de periferias, se habla precisamente de esta asimetría de poder que se ha ido produciendo históricamente en la conversión de la tierra en mercancía.
Las desigualdades de clase tienen una expresión directa sobre la geografía que habitamos. Esto lo vemos reflejado en nuestro día a día y en como la lógica de precios sobre el territorio condiciona nuestras decisiones. Nadie nos tiene que recordar que uno no vive donde quiere, sino donde su bolsillo se lo permite. Hay a quien le da igual el precio del suelo y puede elegir el lugar donde vivir. Hay quienes ven determinada su capacidad de elegir donde vivir debido al precio del suelo que puede pagar. En territorios desiguales donde vive gente con rentas disponibles desiguales, la libertad de elección es monopolio de unos pocos.
2. El Área Metropolitana de Barcelona
El área metropolitana es la traducción geográfica en el espacio urbano de las desigualdades sociales. La ciudad refleja estas desigualdades en el espacio y las reproduce, incrementando la relación asimétrica entre centros y periferias. Además, en las grandes metrópolis, las disparidades socioeconómicas se agudizan. Esto se expresa claramente al comparar los extremos. A un lado, encontramos la concentración de riqueza y la clase profesional de servicios, que además controla los medios de producción o se sitúa en posiciones de privilegio en relación a ellos. Al otro lado, descubrimos la concentración de economías informales muy precarizadas, como los chatarreros. En medio de estos dos polos, se entremezclan diferentes condiciones salariales, pero la mayoría de gente depende de un ingreso para vivir al día o planear su futuro, y no cuentan con grandes activos ni patrimonio.
En el Área Metropolitana de Barcelona, si miramos cómo se distribuyen sobre el espacio los diferentes segmentos sociales dependiendo de su renta disponible, vemos que las clases altas se concentran en zonas muy determinadas. No es ningún tópico: los barrios que quedan por encima de la Diagonal y municipios muy concretos (como Sant Cugat, Begues o Tiana) son el territorio por antonomasia de las clases bienestantes. Por otro lado, si bien hay grupos sociales más empobrecidos que se concentran en barrios y distritos determinados, en general hay una mayor dispersión geográfica de las clases populares. En el área metropolitana, las personas más ricas, tienden a vivir más juntas, en zonas con menor tasa de paro, menor índice de inmigración y donde el precio del suelo es más caro.
En Barcelona, a diferencia de ciudades de mayor escala, como Los Angeles o París, mayor nivel de desigualdad no implica que se dispare la segregación residencial (es decir, el grado de separación física entre clases sociales según el precio del suelo). La progresiva expansión residencial de los trabajadores de servicios cualificados y no calificados no ha implicado profundas divisiones. De hecho, lo que parece haber aumentado es la mezcla residencial, rebajándose los niveles de separación existentes durante la década de los 90. Cómo demuestra un reciente estudio (dirigido por Sebastià Sarasa) Barcelona no se ha erigido como ciudad dual, sino como ciudad desigual pero menos segregada que la mayoría de lugares. O, al menos, esta parecía ser la tendencia hasta hace casi una década. La crisis puede estar cambiando este mapa.
3. La crisis y sus efectos sobre el mapa metropolitano
Algunos datos para dibujar estos cambios a partir de investigaciones realizadas por el IERMB y el IGOP. En la primera corona metropolitana, la destrucción de ocupación es mucho mayor que en la ciudad central. En el caso de Barcelona, la tasa de paro se ha duplicado, pasando del 7,4% al 16,9% entre el 2006 y el 2011. En el resto de municipios del área metropolitana se ha triplicado, pasando del 8,5% al 24%. Por otro lado, el estallido de la crisis económica en el 2008 ha intensificado la reestructuración del sistema productivo. Sobre todo, ha destruido perfiles que ya estaban disminuyendo antes de la recesión económica, como las ocupaciones intermedias y los trabajadores semi-calificados de la industria y de la construcción. Mientras tanto, la proporción de población con rentas bajas ha aumentado mucho. Esto, a la vez, ha comportado una ruptura en las expectativas de quienes –todavía subjetivamente, pero sin duda no materialmente– ya no pueden acceder en el famoso “ascensor social” ni a ningún escenario que se le asemeje.
A diferencia de lo que podría dibujarse como una tendencia más o menos equilibrada, en los últimos años hemos visto cómo emergía una ciudad más polarizada. La clase profesional y directiva de servicios ha ido ocupando cada vez más áreas de la ciudad central de forma compacta, particularmente zonas céntricas y gentrificades por debajo de la Diagonal. La nueva clase obrera (trabajadores semi-calificados de servicios) ha ido abandonando las zonas céntricas, expandiéndose por la metrópolis. Sin seguir un patrón de localización residencial claro pero cada vez más agrupada, de forma significativa, en barrios periféricos. Hay grandes cantidades de población desocupada que sólo se inserta en el sector servicios en condiciones precarias así como un “proletariado de servicios” que subsiste en barrios empobrecidos y marginalizados sin posibilidad de diseñar proyectos de vida de ningún tipo. Esta desigualdad, además, tiene una fuerte expresión de género, con hombres parados que provenían de la construcción, mujeres con tareas domésticas y de cuidados, y minorías étnicas.
En definitiva, no hay que ser adivinos para pronosticar que si los ricos ya viven muy juntos, los pobres también vivirán cada vez más juntos, y los dos grupos vivirán cada vez más separados entre sí.
4. Luchas contra el “molino satánico”
Como señalábamos en un artículo anterior, la crisis de beneficio industrial durante los setenta trajo una reordenación del territorio y de los circuitos del capital a escala europea. La respuesta ante la crisis de modelo de la ciudad-fábrica fue apostar institucionalmente por una profunda reorganización urbana que prometía modernizar, actualizar y rehacer la ciudad. Este modelo de empresarialismo urbano (ciudades que funcionan como empresas y compiten entre ellas) ha generado fuertes desigualdades entre municipios.
En el caso del área metropolitana, las inversiones se han concentrado en Barcelona, y en la periferia es donde se concentran los que tienen menos recursos monetarios. A esta desigualdad socio-espacial se le añade la lucha entre municipios por las inversiones, en lugar de distribuir costes y beneficios de forma menos desigual. Los sistemas institucionales de redistribución, de federación entre municipios son escasos, o más bien pírricos. ¿Por qué se tendrían que haber diseñado sistemas institucionales robustos de solidaridad entre territorios si es su desigualdad el que permite circular en el capital? La desigualdad territorial no es una mera consecuencia del capitalismo, sino su condición.
Hay dos posibles salidas a esta situación. No son vías separadas, pero tienen naturalezas diferentes. Una que podríamos denominar como compensatoria y otra de estallido social. La compensatoria tiene su base en el conjunto de intervenciones públicas que se pueden hacer para protegernos de los excesos de este «molino satánico». Es el intento de compensar las intensas desigualdades generadas por la falta de control sobre los usos del tierra y la lógica de extracción continua de plusvalías urbanas. La municipalización del suelo podría contemplarse como hipótesis en esta agenda institucional. Otra posible salida es la movilización y el conflicto. Una revuelta de quienes menos tienen que dependerá de la capacidad de organización y sindicación social. Quizás, un nuevo tipo de 15M que esta vez tenga su origen a los territorios, que reivindiquen que no son periferia de nada. Un estallido social que, esta vez, no estará liderado por las clases medias.