En el mito del garaje, los emprendedores siempre parten de cero. Se dice que montaron sus cacharros en ese agujero húmedo que poco a poco se fue convirtiendo en una startup hasta que recibieron el abrazo cálido de Wall Street. La generación espontánea, una hipótesis metafísica que las ciencias naturales desestimaron pero que algunas teorías económicas insisten en mantener. Que los emprendedores se hacen a sí mismos no es que sea mala por ser una idea vieja, simplemente parte de un planteamiento absurdo.
Lo que sustenta a una práctica emprendedora es una ecología formada por saberes, trabajo y riqueza social producida colectivamente. Estas ecologías dependen de variables territoriales, históricas y comunitarias que producen cuencas creativas más o menos densas. Ese es el combustible de la práctica emprendedora. En el mito del garaje, toda esa acumulación originaria queda completamente invisibilizada. Este tipo de camuflajes son típicos de los ciclos capitalistas, incluido su capítulo fundacional, cuya acumulación primitiva fue ignorada por los economistas liberales clásicos. Señalar esta realidad no busca desmerecer el ejercicio emprendedor, más bien, busca reconocer y comprometerse de manera radical con la potencia originaria que lo hace posible. Si se quieren producir otros tipos de riqueza que sostengan dignamente nuestras vidas, debemos quebrantar esos dispositivos de invisibilización y captura.
Ese debería ser el primer paso para producir una empresa de otro cuño, una comprometida con los cimientos sociales sobre los que se sostiene. Más que entender esa acumulación como mero capital fijo, debería entenderse como el espacio donde invertir tiempo y recursos para hacerlo más robusto. Es en ese sentido que entendemos que una empresa cooperativa es un dispositivo de intervención política, que no solo reconoce y visibiliza esa riqueza social sino que invierte radicalmente su relación para imbricarse positivamente en ella. No subsumir o cercar la riqueza social, sino formar parte de sus engranajes.
Podríamos discutir sobre si todos partimos de las mismas condiciones materiales para ser emprendedores, de si acaso muchas de las startups recogidas bajo el mito del garaje no partían de un patrimonio previo, de si esa ficción que esconde el sujeto económico “emprendedor” tiene remotamente algo que ver con la «libre elección». Pero donde queremos poner énfasis es en una cuestión previa a todos esos debates. El punto que creemos clave es que, se partan de unas u otras condiciones, se produzca una subjetividad económica individualizada o colectiva, esa realidad material es el suelo que pisamos y va operar positivamente bien sea en el gesto heroico o en la necesidad humilde que nos empuja a lanzarnos al mercado.
Si bien los orígenes de quienes conformamos La Hidra cooperativa son bastante humildes, nos sentimos unos privilegiados. La riqueza social y cognitiva sobre la que opera nuestra cooperativa haría explotar cualquier barómetro que intentara medir su presión. Esto no se debe a ninguna fórmula chamánica desglosada en los manuales de “el buen emprendedor” ni a ningún proceso de expropiación bajo Ley parlamentaria. Se debe al compromiso de múltiples comunidades que intervienen políticamente en su territorio, que durante largo tiempo han formado parte de prácticas de desmercantización y en movimientos contraculturales, feministas y autónomos. Partimos de una red de empresas políticas, centros sociales, nodos de investigación militante y de autoformación. Esa es nuestra ecología y es desde ahí que podemos emprender comprometidos con esa realidad social y con los objetivos bajo los que actuamos.
Tomar decisiones colectivas, organizarse en red y diseñar contrapesos sobre las dinámicas de mercado, cuidar relaciones no monetizadas, tomar la forma empresa como herramienta y no como fin. Todo eso parte de un desplazamiento a la hora de entender nuestro ejercicio económico que consideramos fundamental: no existe emprendeduría sin ecología social. No existe La Hidra Cooperativa sin la Fundación de los Comunes.